miércoles, 1 de febrero de 2012

Huayna Picchu - Parte III

Para iniciar la subida tocaba hacer otra cola, puesto que hacían un control de los que subían y bajaban a fin de que todos pudieran transitar tranquilamente – si es que vale el término – para llegar a la cima.

Ingresamos y nos apuntamos en una lista donde anotábamos la hora de ingreso – y la hora de salida - al principio era un camino de bajada, poco a poco mi amiga se fue adelantando, yo decidí caminar 20 minutos y descansar 5 pasara lo que pasara. Cuando empezó la subida me di cuenta del porque tenían ese cuidado con la cantidad de gente.

Para subir tienes que rodear el cerro por estrechos senderos algunos con escaleras – con peldaños para alguien con talla de zapato 34 - otros sin ellas, en algunos puntos para dar mayor seguridad habían puesto unas cuerdas para agarrar impulso, pero a veces estas cuerdas no estaban tan tensas y en vez de coger impulso podías resbalarte con ellas unos buenos metros.

Conforme subía y miraba para abajo, me di cuenta que si me caía la vegetación espesa que se acumulaba haría imposible que me encontraran.

Para terminar de completar la situación empezó a llover, a lo escarpado del camino había que agregarle un resbaloso barro. En una de esas pise mal, me resbale y estuve a un centímetro de romperme la nariz – y la cara – con la punta de piedra de uno de los escalones. Agradecí a mi buena suerte, a mis ángeles, agradecí y agradezco hasta ahorita.

Traía encima un impermeable hecho de bolsa, debajo traía mi casaca y mi morral, en algunos momentos literalmente tenía que reptar para no resbalar otra vez y caer, me pareció la forma más segura y me valió madre verme como una serpiente andina.

Algo que me motivaba a seguir era la gente que iba encontrando en el camino, algunos me preguntaban si estaba bien, de donde era, pero la mayoría intentaba motivar usando la clásica mentira:

“Solo faltan 15 minutos para llegar a la cima” – me lo dijeron como 5 veces y no llegaba.

Casi para alcanzar la meta había que subir una meseta que se alzaba a 2 metros de donde estaba. La verdad que no hay tan buena señalización – quizás con la lluvia y el barro era difícil verla – por lo que para subir tome el camino más peligroso el que daba al lado del abismo, la verdad no sé como lo hice – me dan miedo las alturas – quizás la niebla y la adrenalina ayudaron.

Ya encima de la meseta pensé que no habría otro “reto” que sortear pero frente a mi solo había una cueva donde con las justas cabía yo y nadie más que yo. Si hay algo a lo que le temo más que a las alturas es a los lugares cerrados y ese era un lugar donde bien podrías quedar atascado, porque para ingresar no lo podía hacer caminando sino casi reptando.

Me quede parada pensándola, sopesando regresar, pero justo a tiempo apareció un chico que subió a la meseta por otra ruta más segura y se metió sin temor en la cueva, decidí entonces que si él podía – era más alto que yo – pues yo también.

Tal y como supuse entré agachada y salí arrastrándome por un hueco chiquito, aunque adentro de la cueva si podia pararme de forma normal. Lo hice rapidísimo por el temor a un derrumbe y la terrible idea de quedar atrapada. Salí y efectivamente no faltaba nada para llegar a la cima.

Camine unos 5 minutos mas y ahí estaba, una cueva llena de gente con una escalera maltrecha de madera donde la gente se subía para llegar a lo más alto. Llegue cuando la neblina la había alcanzado, me tome una foto mirando para adentro – no quería mirar para abajo por temor al vértigo – estuvimos con mi amiga unos minutos mas y bajamos.

Hay quienes dicen que más que la meta lo reconfortante – o emocionante - es el trayecto y en este caso se cumplió totalmente.

En ese momento la lluvia estaba imparable, riachuelos de barro bajaban por las escaleras mientras me figuraba como reptar para abajo, no se podía. Finalmente logre bajar lo más escarpado del camino como pude, doblando mis pies para que cupieran en los diminutos peldaños, agarrándome de las ramas y hasta de las piedras enraizadas en la tierra.

Por ratos me quedaba sola, no me cruzaba con nadie y casi para terminar me sentí algo perdida. Tenía frente a mi dos caminos que con la lluvia se veían igualitos, decidí seguir uno al azar y finalmente llegue al punto de partida agotadísima.

A la entrada me esperaba mi amiga, apunte mi hora de salida en el libro, me tomo 2 horas 45 minutos subir y bajar ese cerrito. El guía nos dijo que ya nadie subiría porque la lluvia estaba haciendo intransitables los caminos.

Salimos y nos tiramos cual costales sobre la tierra mojada, estábamos exhaustas, sudadas, empapadas por la lluvia y llenas de barro de la cabeza a los pies. Nos quedamos así como media hora, luego nos levantamos para salir del santuario.

Nuevamente las señales no eran muy claras – y menos aun sin guías – preguntando, errando el camino llegamos a donde nos recogió el guía. Rosario fue al baño mientras yo iba a comprar algo de beber en una de las pocas cafeterías que ahí había.

“9 soles la botella de agua!” – Exclame, preferí tomarme un jugo de naranja que valía 10.

Esperamos un bus que nos llevara a Aguas Calientes, subimos a uno que estaba casi lleno. En el primer asiento había una señorita bien gordita con la que nadie se sentaba. Por solidaridad me senté con ella pero me di cuenta que ella estaba incomoda porque yo estaba toda mojada. Pensé en eso unos minutos hasta sumirme en un profundo sueño.

Cuando llegamos al hotel nos dijeron que las maletas solo podían estar en el hall. Habíamos tomado una noche en ese hotel y ya había pasado la hora del check out.

“Entiendo que ya no podamos usar la habitación, pero no vamos a cambiarnos en los baños”- les exigí, por lo que nos cedieron nuevamente nuestro cuarto para asearnos y cambiarnos como Dios manda.

Ya bañadas y con ropa seca dejamos el equipaje nuevamente en el hotel y fuimos a comer algo, eran las 4 y media de la tarde y lo único que encontramos fue un restaurant donde solo vendían sopas. Fue la sopa más reconfortante de mi vida.

De regreso al hotel, recogimos las maletas y nos dirigimos nuevamente a la estación del tren. Nuestros compañeros de viaje fueron una mujer mayor que hablaba ingles y quería aprender español – y que tenía ideas sobre la política muy interesantes – y un alemán que viajaba por toda Sudamérica y que había llegado de Mendoza, Argentina.

Al principio nos mirábamos las caras y mi amiga me hacía señas para iniciar la conversación, así que fiel a mi forma de ser les pregunte si querían jugar cartas con nosotros. Jugamos casi todo el trayecto, conversando de la realidad del Perú, de la política y otros temas.

Por ratos el tren se detenía, a las ventanas de los vagones se acercaban niños de los alrededores para pedir comida a mí se me ocurrió tirarles las galletas que nos habían regalado ante la mirada atónita del alemán.

El tren se detuvo nuevamente, para no moverse más. Las lluvias habían ocasionado problemas en los rieles – los habían inundado al parecer – por lo que nos despedimos de nuestros amigos y nos bajamos para tomar una van que nos ofrecía la empresa. Tuvimos suerte ya que en los dias siguientes cerraron el acceso por el mismo motivo.

Llegamos a la ciudad del Cuzco luego de toda la travesía por la que pasamos. Es gracioso, pero lo que más recuerdo de mi viaje a Cuzco fue Huayna Picchu, ese camino que no quise recorrer pero que finalmente acepte.

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