viernes, 3 de febrero de 2012

Comiendo para recordar

¿Porque a los peruanos les friega tanto que se metan con su comida?

Cuando tenía unos 6 o 7 años, durante mis vacaciones, mi mama me dejaba bien temprano en casa de mi abuela Angélica que vivía en la Victoria, como no tenia con quien jugar acompañaba a María –la señora que le ayudaba- al mercado para comprar lo necesario para preparar las viandas que llevábamos a una fábrica de zapatos al frente de su casa. Aun puedo sentir el olor a pegamento de los cuartos combinado con el de la comida y aun tengo en mi memoria la pila de tapers de la cual comían los trabajadores.

Con el dinero que le pagaban, mi abuela se sostenía y ayudaba a mi mama de la forma que podía y quizás – era muy pequeña para saberlo con certeza – alimentaba a los entenados que caían por días y hasta por semanas – o meses – en su casa sin cobrarles un sol. Aparte de la pensión que daba a esta fábrica tenía 2 o 3 pensionistas más que iban a comer a su casa, entre ellos el entrañable Vicente, un albañil que ya no ejercía y que con su pobrísima pensión de jubilado desayunaba, almorzaba y cenaba en casa de mi abuela.

En mi memoria también tengo grabada la receta de la papa a la huancaína que ella me relataba una y otra vez, las ganas con la que me contaba como la preparaba – agregándole la yema cocida a la crema y las claras picadas con perejil en la presentación final – será un recuerdo que no se me ira nunca.

Generosa en la preparación de los platos para los pensionistas, casi nunca lo era para ella misma o para la gente de la casa, a excepción de las veces en las que preparaba patasca para todos- cuando le mandaban la cabeza de carnero de Tarma-, o una de mis favoritas: la mazamorra de maicena y leche que me hacía por las tardes de invierno.

El plato que más recuerdo era un guiso de papas – sin carne – que cocinaba cuando no alcanzaba la plata para más. O la típica división de las presas en la olla cuando venia un invitado inesperado. Aunque cuando mi hermano visitaba la casa casi siempre preparaba algún manjar para su nieto engreído.

Mi abuela vivió y se mantuvo muchísimo tiempo con la comida que preparaba y ese trabajo ayudo a sacar a toda mi familia – que ahora cuenta con 3 generaciones – adelante.

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La señora María que vivía en la Av. El Retablo en Comas tenía una mala relación con su esposo, a eso había que agregarle la pesima situación económica por la que pasaban. Resolvió entonces hacerse de una cocinita primus a kerosene y empezar a vender papas rellenas y picarones en el cuarto que antes había acondicionado para una bodega y que había quebrado.

Los domingos también preparaba cebiche para hacerse de unos soles más. Al principio íbamos los vecinos y se la veía cabizbaja y algo avergonzada, a su esposo no le parecía tan buena idea pero ella siguió adelante, quizás porque no le quedaba de otra.

Poco a poco, y debido a su buena sazon, la gente se fue pasando la voz. A los 3 o 4 comensales que habían, aparecieron 9 o 10 y lo que empezó como un negocio esporádico se convirtió en 3 mesas con sus sillas y la misma cocinilla en la que preparaba todos sus potajes, que incluían pollo broster y causa rellena.

Tanto fue el éxito que empezó a elegir que día abría y que día no y se independizo de su esposo que ya no estaba tan en desacuerdo con el negocio. Con el dinero no solo solvento sus gastos diarios sino que le permitió ahorrar lo suficiente para empezar a levantar su humilde casa de un piso y la convirtió en una de 3 muy bonita y con bueno acabados.

Pero la cosa no quedo ahí, logro pagarles los estudios técnicos al hijo que todas las noches le ayudaba a preparar y servir los platos, así siguió por años hasta que un día decidió cerrar por una temporada.

“Cerrado por refacción” – decía un letrero en la puerta del garaje que usaba para su improvisada fonda.

Abrió un mes después con toda una nueva infraestructura: mas mesas, una campana extractora de humo, un baño, maquinas especiales para mantener caliente la comida – que sumaba más de 10 tipos entre postres y platos salados – ahora no solo la ayudaba su hijo, habían también dos chicas más a las que les pagaba por su trabajo.

Y así, la señora María que empezó con su cocina que humeaba kerosene termino con su hijo culminando la carrera y abriendo solo 4 días a la semana con gente haciendo cola para entrar, hasta el día de hoy.

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Cuando mi hermano estaba en la universidad mi mama -a parte de su trabajo de secretaria - hacia verdaderos malabares para pagar su pensión y la mensualidad del instituto de mi hermana, para ello vendía alfajores, chocolates y turrones Doña Pepa en octubre, turrones que le compraba a una compañera que, en la misma situación apretada que ella se le había ocurrido prepararlos y no les salían nada mal.

Así mi hermano termino la universidad y mi hermana la carrera técnica a punta de turrones, alfajores y demás. Ninguno preparado por mi mama, que no tenía muy buena mano para la cocina.

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“Cuando no llueve, truena” reza un dicho, y a veces se cumple en los peores momentos. Mi abuela sufría del corazón y la situación se puso peor cuando nos dijeron que tenían que hacerle una operación a corazón abierto y ponerle un bypass y un marcapaso. No recuerdo bien pero mis hermanos y mi mama se deben haber encontrado en una situación bien preocupante cuando hicieron el presupuesto para su operación y recuperación – sin contar la compra del marcapaso.

A mi hermana no se le ocurrió mejor idea que realizar sendas anticuchadas y parrilladas “Pro-Salud” con la infaltable rubia heladita y música bailable. No recuerdo cuantas pero fueron varias, las necesarias para pagar la cuenta de la clínica y comprar el bendito aparatito que le permitiera a Mamita seguir viviendo.


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Mi papa aprendió a cocinar gracias a su mama, como el hijo menor pegado a mi abuela no le quedo otra que conocer todos sus secretos y encontrar el gusto de estar entre ollas, sartenes y cucharones.

Aunque veces se estresa y se pone cascarrabias cuando hay muchos invitados, no hay duda de que si él pudiera viviría de eso, pero sinceramente creo que el estrés terminaría afectándole de purita preocupación por que sus comensales coman rico y se vayan satisfechos.

No puedo negar que me siento orgullosa cuando le piden para alguna celebración familiar que prepare los platos norteños que tan bien le salen, o ese chupe de camarones que prepara nada más que para mí cuando voy a su casa. O esas cenas navideñas con mi mama y mis hermanos con la mesa repleta de cosas ricas que por cosas del destino ya no compartimos juntos.

El nunca estudio nada de cocina y tampoco vivió de ella, pero lo hace como un profesional y lo disfruta como un niño.

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No soy historiadora pero si algo tengo claro es que desde que este país fue independiente mucha gente - como mi abuela o la señora María - no tuvo la oportunidad de estudiar una carrera y sostenerse con un trabajo como el que tenemos muchos de los que conozco – y los que no - hoy en día.

Pero había responsabilidades que asumir, gastos que pagar. Y si hay algo de lo que se puede sentir orgulloso el peruano – aunque la mayoría tire la basura en la calle, no sepa ver un semáforo y se ufane de ser “vivo” – es la creatividad, esa que les ayuda a salir adelante, que les permite sobrevivir, esa que confirma el refrán que mi mama siempre repetía cuando no tenía plata: “Hijita, Dios aprieta pero no ahorca”.

Y es la comida y la música – chicha, huayno, cumbia, criolla ósea música que mueve masas - la que saco adelante a mucha gente. Porque para cocinar rico y cantar bonito no hay que estudiar precisamente, hay que tener talento innato o aprender como sea posible.

Es por eso que creo que el “boom” de la cocina peruana es importante, no porque valide mi identidad como peruana porque el mundo la admira. Su importancia radica en que es vital para reconocer a esas personas que muchas veces eran relegadas a la cocina, o que se sentían avergonzadas por preparar/vender comida para vivir. Porque en vez de buscar dinero – en las situaciones más desesperadas – en algún negocio ilícito, siempre vieron  viable sacar su mesita a la puerta de su casa y vender: sanguches, salchipapas, papa rellena, higadito con yuca, huesitos broster o choclo con queso. 

La comida para la gran mayoría de peruanos ha sido el sosten de su economia y eso merece respeto.

Como decía Teresa Izquierdo antes nadie apostaba por una carrera de cocinero o se avergonzaban cuando les decian despectivamente "tamalera" o "anticuchera". Pero ahora muchos chicos que terminan el colegio la consideran tan importante como estudiar derecho o ingeniería. Porque sienten que eso que les gusta, no solo llenara sus vidas de satisfacción sino llenara sus bolsillos y pagara sus cuentas a fin de mes.

Y no solo se trata de los cocineros, - lo últimos eslabones de la cadena – también ha nacido una preocupación por los insumos, por el trato justo hacia los productores de estos, o ¿acaso recuerdan hace 5 años algún comentario sobre Oro Verde y el cacao? Aunque debo reconocer que a veces se nos pasa la mano con chauvinismos estúpidos que no hacen más que dividirnos.

Es por eso que - creo - la gente se escandaliza tanto por los comentarios de Iván Thays y es por eso que a mí me jode tanto que la gente minimice la comida, porque no es solo “comida” es lo que hay detrás.

Para muchas personas esos platos modestos que son tan indigestos y llenos de carbohidratos fueron indispensables para salir de algun apuro economico, para vivir y para ser lo que son – sus hijos y hasta nietos - hoy en día. Pienso con certeza que para comprenderlo hay que vivirlo, hay que sentirlo, aprenderlo y enseñarlo.

Así Woody Allen nunca pida comida peruana por delivery en una de sus películas.

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